viernes, 9 de enero de 2009

Historias de Madrí 2. Recuerdos en la niebla


Mis manos están heladas y me pregunto si el esmalte de mis uñas se resquebraja debido a la ola de frío.
El tumulto volvió al trabajo el día 8 y parece que nunca estuvieron en Madrid... Creí haberme acostumbrado a sentarme en el metro y al correcto funcionamiento del transporte público. Pero vuelven las aglomeraciones, las paradas bruscas entre estaciones, los pisotones y empujones intentando alcanzar la escalera...
¡Qué previsibilidad la de esta ciudad!
No hay nada como trabajar en verano y veranear en noviembre.
Ya no es posible caminar en los pasillos del metro, sólo se puede correr. Y ya no es posible leer un libro mientras se camina, porque el resto de caminantes me arrollarían, mirada al frente, en su desesperación. El reloj manda.

Por suerte, he recuperado (creo) el buen hábito de la lectura. Siempre que leo, me inspiro, y me inspira Madrid.

Parece que el metro, con sus niños gritando de camino al colegio y los locos de siempre, sea un lugar más llevadero, menos insoportable. Parece, si lees, tan agradable como cuando trabajas un 2 o un 5 de enero cualesquiera (especialmente, los de 2009).
Parece que el tren no huele a nada, como no olía a nada cuando circulaban los trenes viejos sin baños. Ahora las puertas del baño, en medio del vagón, permanecen abiertas todo el día.
Unas veces sirven de alivio para los que no llegan al baño de casa y otras sirven de alivio a los fumadores más recalcitrantes. Y, cada día más, el contorno del horizonte siente mayores deseos de tornarse anaranjado, rosáceo si le apuran, ahora en enero, a la búsqueda de la oscuridad que me encuentro cuando bajo del tren camino ya de casa. Aunque una nube de algodón blanco se lo impida hoy...

Me vuelvo más poética, de mirada minuciosa, ahora que ha muerto Augusto Pérez.

Ha sido éste un invierno sin demasiados domingos de castañas, pero quiero pensar que es el primer invierno. Puesto el contador a cero, con temperaturas mínimas de –6º por debajo de otro contador... ¿Será acaso que está por llegar el verdadero invierno, el de domingos de castañas, recién que ha empezado el año? ¿Será acaso un aviso de que lo vivido no se ha vivido, de que se ha soñado? ¿De que nuestra memoria es sabia y fiel al instinto de supervivencia, y que tiende a olvidar aquello que nos ancla en el mal y en el pesar? Por eso –6. Porque aún faltan unos pasitos para que empiece de verdad la cuenta que no ha de acabar. Porque faltan unos pasitos para poder olvidar.
Siempre hay algo que olvidar. Un hecho, un día o medio año de una vida.
Olvidar lo que no se quiere olvidar, así, por descuido, es muy fácil; olvidar conscientemente aquello que se anhela olvidar es bastante más difícil.

La nieve ha dejado a mi alrededor un marco para el olvido. Porque días de nieve hay pocos aquí, pero no son por ello inolvidables. La niebla los borra de mi memoria y apenas si recuerdo tres días de nieve en mi cabeza. Más que días de nieve, recuerdo huellas de gato; huellas de gatos que andan de puntillas sobre la nieve, resbalando y sacudiendo sus zarpitas de los copos melosos que aman su pelo. Bigotes de gato que se llevan prendidos los copos blancos, que tiñen su pelo atigrado de lunares flamencos.

¿Qué me hace recordar tan sólo tres nevadas ahora mismo?
¿Por qué olvidar tantas excursiones a Navacerrada, o el albergue en El Escorial o tantas otras? ¿Por qué sólo recuerdo la nieve acumulada en los retrovisores de mi ZX y la parada a la entrada del pueblo para echar un par de fotos al césped que juega al escondite? ¿Por qué sólo recuerdo a los mayores decir que “nevaba” cuando eran jóvenes? ¿Por qué repetiré yo esa frase, si no he visto nevar apenas y si he hecho tantos muñecos de nieve como aquellos mayores nostálgicos que a mí me hablaban?

Hice con mi hermana un muñeco de nieve en el jardín de casa. Y otro en la acera, las dos con nuestras cazadoras azul marino y la banda de estampados fluorescentes en la manga, al más puro estilo de los 90. Mi hermana con sus caracolillos en el flequillo y yo con mi pelo lacio y largo sobre la cara. No hemos podido deshacernos del documento gráfico que da fe de aquellos, digamos, atuendos.
Me enfadé todas y cada una de las veces que nevó en el colegio y tuve que pasar entre una pelea de bolas de nieve. Me enfadé con todos los compañeros a los que me encontré de bruces al cruzar una esquina, lanzando bolas también.
Pero supongo que también tuve una niñez primera en la que los copos sabían a nata. Hoy otras niñas paseaban por la calle, dando mordiscos al aire, intentando agarrar frías mariposas.

Los pies mojados, el frío en los dedos...
Este viernes sí que sería un buen domingo de castañas.

No obstante, cuando me he levantado no me ha gustado lo que he visto. Pensar en las aglomeraciones en el metro, en el atasco de la carretera... Y no es tampoco que me molestase la nevada, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto. Hasta cuando una no utiliza paraguas con la nieve.

Quizá sea más bonito recordar un fotograma de esa película... Una calle de acera rosa y blanca vista por una observadora desde la terraza, los pinos de un jardín con las copas cargadas y, hoy, el patio de la oficina con una capa de siete centímetros de espesor, lo que nunca había visto en Madrid capital.

No hemos podido reprimirnos... Nos hemos asomado por las ventanas, hemos salido al patio, hemos medido la nieve caída sobre una silla solitaria y hemos levantado una pequeña muñeca de nieve, con sus ojitos de bombón, su pelo de madera y sus labios de post-it fucsia.

Es muy probable que dentro de unos años recuerde las hierbas secas del patio envueltas en un abrigo de nieve. Tan sólo la visión de un patio gris a través de unas ventanas nuevas.

O también es que no hay más que recordar. Simplemente, la nieve nos parece tan especial por escasa que últimamente se nos presenta. Pero nada tiene de especial; no más que de especial tienen la lluvia y la niebla. Sin embargo, las nevadas, las tormentas de verano y las noches de intensa niebla merecen nuestra atención, dejando a la lluvia sola y triste...
Algunas personas hemos sido ideadas con un gusto extraño, poco común, que nos hace odiar el marisco y amar la lluvia que cae sobre los tejados abuhardillados. Personas que buscamos en una casa la parte más alta, para poder observar la lluvia a través de la ventana sin edificios que lo impidan, para poder escuchar el repiqueteo de las gotas traviesas más cerca, para poder oler el agua más fresca...
Personas que a la pregunta “¿Cuál es tu estación del año preferida?” respondemos, sin duda: “El invierno”. Lo que suele ocurrir es que la gente, incrédula, vuelve a preguntarnos: “¿Seguro? ¿El invierno?”. “Bueno, y el otoño”. No es tan agradable sentirse raro, así que hay que aceptar unos grados más y más horas de luz para que te contesten, a media voz: “Aaah”, pero sin una certeza completa de la razón que podamos tener en lo que decimos.


¿Rarezas? Muchas y las justas, eso es.

Ya es de noche y más aún en mi calle. Los edificios no dejan respirar a las aceras. La sombra de aquellos se proyecta aún más lúgubre sobre estas en la oscuridad. La sombra es más sombra que nunca y ya no es sombra, porque no hay zonas iluminadas. La farola de la esquina está apagada más veces de las que está encendida y no sirve de ayuda a las estrellas que quieren asomarse a la ciudad. De repente, un estertor agónico, un intento último de arrojar algo de luz sobre los leves copos que aterrizan en el asfalto.

A mi alrededor, miles de cosas. Menudencias todas, pero con gran significado.
Un escritorio con un cajón sobre raíles (como el tren), un portátil viejito con pegatinas de enamorados (debimos casar en su día a HelloKitty y Chewacca, de eso no me queda duda), un dibujo que no acabaré, recortes de una revista, recibos del banco, mil papeles con mil apuntes de mil páginas web que pretendo visitar, una cajita con post-it de colores, un flexo feo de Ikea, unos CDs que no son míos...
Y enfrente, una pared malva. Malva, color de invierno. Sin luz natural cercana, como un pajarito enjaulado. Como un niño con el baby que aprende a estarse quieto en su silla del parvulario. Como un niño con el chándal que está deseoso de salir al recreo, coger un catarro y rebozarse en la nieve.

1 comentario:

Osata dijo...

Que torpe me siento cuando te leo. Que triste y que alegre. Que melancólico. Que vació a la par que lleno. Que simple. Ni tan si quiera eso, a veces solo torpe.

Cuanto te amo, por cada letra que viertes en tu blog. Tan tuyo. Tan íntimo. Tan mimado y cuidado. Tan bien peinado. Solo descuidado cuando hablas de mí y pierdes frente al caos del alboroto provocado por la euforia de una sonrisa loca, una carcajada provocada por una de mis tonterías.

Te leería días, años, estaciones enteras si solo pudiese permitirme el lujo de refugiarme más a menudo en mi propia soledad, extraña desconocida, ex novia perdida con el paso de los años ¿dónde quedan todas las tardes que quedaba con ella en el árbol camino al instituto? ¿O en el campo perdido detrás de la casa de mis padres? Campo que, por otro lado, tú invadiste y hoy, triste, llora cubierto por puentes de hormigón y carreteras malolientes de asfalto.

Tal vez me dejó, la soledad, al ver que llegaste a mi vida. No así, en noches como esta, te engaño con ella, nos perdemos en la noche de nuestro hogar y me hace carantoñas como hacía unos minutos en la buhardilla, mientras yo, tumbado en el suelo, miraba la única estrella que brillaba en el cielo, como decías, libre de edificios en esas nuestras alturas.

Tú, durmiendo en nuestra camita, en tu lado, bien ordenadita, no sabes que estoy aquí y que valoro infinito como descargas tu ira hacia el mundo en este tu escondite de palabras, de ideas, de filosofía que parecía olvidada en los años del instituto, cuando nos conocimos. Que fue corriendo sin parar entre las aulas de la universidad y que hoy baila perdida entre nuestra ciudad e islas lejanas, pero siempre entre las tapas de un libro que lees o un cuaderno que escribes, a mano o con el teclado, sustituto de hoy ya viejas máquinas de escribir con las que perdía a mi mente entre golpes de tinta contra el papel cuando no era más que un niño.

Te amo, aunque eso pueda espantar tu reducido círculo de visitantes. Tantos admiradores que vienen aquí atraídos por el canto de sirena que es tu encantadora imagen y tu rico cerebrito de chica lista.

Te admiro, por dejar tesoros escondidos a la espera de ser descubiertos tal y como esta entrada.

Y… me enfadas. Por decir que nunca acabarás el cuadro de las flores, no sería el primero ni el último que orgullosa observas en nuestro estudio una vez finalizado. Pero eso lo solucionaré comprándote castañas, aunque sea ya a finales de febrero.

Algún día tus hijas, cuyos nombres serán sin duda sacados de la mitología, probablemente griega, pasearan por aquí y, con ojos de gata leerán esto; si no lo hacen tus hijos, cuyo nombre aún me da miedo pensar y cuyo porvenir me hace temblar, devorarán nuestros duelos de tinta, en los que siempre, tanto en el pasado, como en el presente, como en el futuro, seré derrotado por ti.

No dejes nunca de escribir, porque sabes que se te muere el alma.

No dejes nunca de ponerte tristona, porque si no, la misión de mi vida, que es hacerte reír, carecería de sentido.

Gracias.