martes, 29 de mayo de 2012

Herencia de hechiceras

¿En qué desesperada situación me hallo? ¿Qué no sería capaz de hacer por amor? Pues despierto en una playa de aguas cálidas y cristalinas, rodeada de árboles exóticos, y no sólo no encuentro caras conocidas sino que me adivino totalmente sola, sin otra alma a mi alrededor que no sea la mía.
Ayer mismo partía de mi hogar, abandonaba a mi padre desdichado, y hoy soy yo la abandonada. Y es que siempre hay uno que abandona… y sólo uno que es abandonado.
Quizá este amar hasta la última consecuencia a aquel que se cruza en tu camino es herencia de mi madre, que se enamoró (por castigo divino, decía mi padre para alejar de su casa la ignominia) de un hermoso toro blanco. Y es que este amor animal y contra natura la llevó a engendrar a mi medio hermano. Secreto en un principio, secreto a voces después; mi madre gestó en su vientre una criatura medio hombre medio ternero, que mi padre tuvo siempre por suya hasta el noveno mes, cuando el niño toro vio las primeras luces de este mundo, lanzó su primer mugido y, al contrario que nosotros sus cuatro hermanos maternos, pudo sostenerse en pie en ese mismo momento.
Gritos, sollozos, peleas… Al día del parto le siguieron días mucho peores, en los que al niño no se le permitió dormir con sus hermanos, sino que se le relegó a la cocina con las criadas. Asustadas éstas, después su hogar serían las vaquerizas de la casa. Y, mientras mi padre intentaba calmar los rumores que ya habían salido de nuestra isla, mi madre penaba día y noche por su hermoso hijo de testa nívea y ojos negros.
A pesar de tratarle como a una bestia criadas y ganaderos, los ojos de mi pequeño hermanastro (que alcanzaría una altura muy superior a la humana) me demostraban que en su pecho latía el corazoncito de un niño. No podía hablar, al no tener garganta humana, pero pronto dejó de mugir, avergonzado de su condición bovina. Se convirtió en una criatura asustadiza y ensimismada, a la que sólo me dejaban ver desde la puerta de las cuadras, y a la que nunca pude acariciar. Sus pies de niño sufrían en el lodazal del suelo y las vacas ni le miraban al no reconocer en él a un semejante. Cada mañana, cuando me acercaba a ver sus evoluciones, le susurraba desde la lejanía: “¡Asterión!” Pues con cabeza de toro o no, mi hermanastro era humano y merecía el honor de tener un nombre.
Igualmente, humano o no, mi atormentado padre decidió que el único modo de evitar los lamentos de mi madre era alejarla totalmente del pequeño. Además, le disgustaba enormemente la idea de que yo pudiese acercarme a un ser tan abominable y, según él, agresivo, ya que pronto desarrollaría una temible cornamenta con la que podría herirnos a todos mortalmente. Así, ordenó sacarlo también de las vaquerizas igual que el primer día lo arrancó de los brazos de su madre.
Otros lo habrían lanzado a las bestias, lo habrían despeñado por un acantilado o lo habrían hecho navegar en una caja de madera allende los mares. Pero no pudo tampoco disponer de la vida de aquel en cuyos pies y manos reconocía los pies y manos de los hijos de su propia semilla, en cuyos genitales reconocía la virilidad de sus hijos biológicos.
Mandó llamar al ingeniero Dédalo, fiel servidor y artesano de renombre, para encontrar con él una solución. Y la solución fue sencilla: crear una celda donde el desgraciado quedaría confinado, sin salir nunca jamás y sin más compañía que la de su sombra. A quien otrora ayudase a mi madre en sus lascivos deseos se le ocurrió el diseño del laberinto, después conocido en el mundo entero, una obra de arquitectura con principio pero sin fin, de la que el hombre toro no pudiese encontrar la salida. Allí lo encerraron de niño y allí continuó de adulto, sin visitas, sin amigos. Sin aquellos compañeros de su infancia, personas y animales; aquéllos, que le habían obsequiado con un trato de bestias, y éstos, con un humano desprecio. Fue despojado, pues, mi hermanastro, sangre de mi sangre, de cualquier signo de su humanidad o animalidad. Dejó de ser, encerrado y olvidado.
Sin embargo, aprisa recurriría a él mi padre cuando, en venganza de su hijo Androgeo, obligó a los atenienses a enviar a siete hombres y siete mujeres que puntualmente serían sacrificados en honor a su hijo muerto. Y tal sacrificio consistiría en obligarles a adentrarse en el siniestro laberinto del que nunca habrían de salir y en el que, tarde o temprano, se encontrarían con aquel otro que allí vivía. Así volvió la mirada a quien, mitad hombre mitad toro, un día había relegado a su salvaje condición de bestia.
Mi instinto me decía que el sosegado Asterión no era el monstruo que todos pintaban. Aquellos ojos bovinos, inocentes, que me miraban desde la cuadra, conocedores de su condición así como de mi libertad, no podían ser capaces de mirar con furia homicida. No podían sus pies humanos hendirse en la tierra para luego embestir a los que siempre quiso ver como iguales.
Una de las tardes marcadas, llegó a la isla, entre los catorce jóvenes, uno de especial atractivo. Se llamaba Teseo y era el mismísimo príncipe de Atenas. Al contrario que sus compañeros, humildes y pobres atenienses, venía por su propia voluntad a enfrentarse al Minotauro, como lo conocían a nuestro alrededor. Pretendía así terminar de una vez con el tributo que su pueblo debía al mío.
Encontré en él y en su determinación a la persona indicada para ayudarnos a todos a poner punto y final a la vida que llevábamos desde el nacimiento de nuestro último hermano. Sin duda, se trataba de una persona con coraje, segura de sí misma y con la entereza como para encontrarse cara a cara con el hombre toro y medirse con él. Sin duda, Teseo vería lo que en él había de humano. Sentiría latir ese corazón como podía sentir latir el mío.
Al atardecer, cuando los jóvenes eran azuzados por las espadas de los guardias minoicos e impelidos a entrar en el laberinto, tomé a Teseo del brazo. Los otros trece lloraban, se arrastraban en la arena de la entrada, sus caras se descomponían del terror. Informé a Teseo de mis intenciones y le obsequié con un ovillo de hilo mágico que le ayudaría a encontrar el camino de vuelta. Pero Teseo se mostraba escéptico. Al poco, entre gritos y bramidos, se extendió sobre nosotros el manto de la noche. Se hizo el silencio. Los guardias se marcharon. Pero el hilo nunca se destensó. Esperé y esperé.
A su salida, cubierto de sangre, Teseo me miró a los ojos, compungido: “¿Lo creerás, Ariadna? El Minotauro apenas se defendió”.
Mis temores se habían confirmado. Di la llave al héroe para poder escapar, para poder contar a todos que el hombre toro no era tal bestia, pero no acerté a calcular cuál sería el desenlace de mi acción.
Traicioné a mi hermanastro, puse fin a sus días sin desearlo y asimismo terminaron las desdichas de mi padre y de los atenienses todos. Pero no podría volver a danzar sobre una pista de baile salpicada de sangre inocente, ni mucho menos levantar la cabeza y cruzar mi mirada con la de mi desventurada madre.
La única salida era huir hacia adelante, asumiendo las consecuencias de las decisiones tomadas. Partí sin dilación en el barco de Teseo, rumbo a una nueva vida. La que me prometieron su sonrisa acaramelada y sus brazos apasionados en una noche que se unió con el día.
Esto fue ayer mismo y, hoy, ¿en qué desesperada situación me hallo? Surcan mis mejillas lágrimas amargas, con la certeza de poder recorrer con mi propio pie el perímetro de esta nueva prisión de arena en la que me veo confinada.
Sobre el origen del mito de Ariadna y el Minotauro:
“(…) la pista de baile que habría construido Dédalo para Ariadna estaría relacionada con un pavimento en el cual se encontró el dibujo de un laberinto, sobre el cual se realizaban las danzas rituales es las cuales se escenificaba la unión entre el sol y la luna, representada por el rey y la reina (y/o sacerdotisa), portando el rey una máscara de toro, símbolo de la fertilidad y la virilidad masculina, mientras que la reina y/o sacerdotisa representaría el papel de vaca celestial, asociada a la Luna y a la fecundidad.”

domingo, 20 de mayo de 2012

Sí que me gusta la ciencia ficción

Otro de los autores que se encontraban entre los clásicos que pretendía leer era Isaac Asimov. Poco sabía de él salvo que había destacado en el género de la ciencia ficción y que se llevó a la gran pantalla su novela “Yo, robot”.
Sin embargo, la idea que me hice sobre dicha novela fue totalmente equivocada. No vi la película pero tuve que contentarme con un ejemplar del libro que llevaba a Will Smith en la portada (quizá incentive más a la lectura ver a un famoso en la portada, habría que estudiarlo...) y, además, enseguida descubrí de que no se trataba de una novela como tal.

Yo, robot” es realmente una compilación de cuentos sobre robots, unido mediante el hilo conductor de la robopsicóloga Susan Calvin, que cuenta dichas historias a un periodista.

Asimov publicó algunos de sus cuentos en revistas temáticas como las que él leía de niño. El primero de los cuentos que conforman “Yo, robot”, “Robbie”, fue publicado en la revista “Super Science Stories” en 1940. Dicho cuento sirve, de algún modo, de introducción para el lector al resto de cuentos. Se trata de la historia de Robbie, uno de los primeros robots fabricados por la U.S. Robots. Un robot incapaz de hablar, tosco, de movimientos poco humanos aún y sin inteligencia. Así, este robot es un antecedente de los robots más elaborados que aparecerían después. A pesar de obedecer desde un principio a las tres leyes de la robótica, como todos los robots, no es un ejemplo de inteligencia artificial, aunque sí está programado para, como robot niñera, ser capaz de cuidar y “mimar” en cierto modo a los niños humanos. De algún modo, es la otra cara de David, el niño robot de “A.I., Inteligencia Artificial”, creado para ser dependiente y ser querido (“la emoción es la última y controvertida frontera en la evolución de los robots, pero Cybertronics Manufacturing ha creado la solución”).

La segunda historia que compone este libro es “Círculo Vicioso”. Si en el primer cuento se explica lo que son las tres leyes de la robótica, esta historia es un verdadero ejemplo práctico de cómo una mala programación de dichas leyes en el cerebro positrónico del robot puede malograr el funcionamiento de la máquina.
Las tres leyes son las siguientes:
- Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
- Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, exceptos si estas órdenes entrasen en conflicto con la primera ley.
- Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda ley.

Dichas leyes se formulan debido al temor que experimentan los humanos de que sus creaciones, más racionales, más fuertes que ellos, puedan volverse en su contra (así se rebeló la criatura del Dr. Frankenstein o las máquinas de Matrix). Así, el robot que se saltase una de esas leyes quedaría automáticamente inutilizado.
En “Círculo Vicioso”, el robot Speedy no es capaz de cumplir la orden que le han dado los humanos, de modo que debe existir algún tipo de error de programación en su cerebro. Así, los doctores Powell y Donovan se dedican a observarlo y estudiarlo para averiguar lo que ocurre. En un momento dado, se percatan de que Speedy se acerca y se aleja, periódicamente y sin parar, al pozo del que debe extraer los materiales que se le ha ordenado recoger. Algo, que no consiguen descifrar, le hace acercarse para luego alejarse y volverse a acercar, sin completar jamás su misión. A lo largo del cuento, el lector se ve sumergido en un ejercicio de lógica que le resultará muy interesante resolver.
Si los argumentos de ciencia ficción que hasta ahora he leído me interesaban sobre todo por el fondo ético que tenían, me encontré al leer a Asimov también con la lógica. De algún modo, leer me suponía ejercitar mi cabecita y, aunque no hiciese ningún tipo de matemáticas, notaba que mi cerebro iba perdiéndose poco a poco su capa de óxido. Este fue uno de los puntos más interesantes para mí a lo largo de la lectura de “Yo, robot”: el pensar y acabar resolviendo los acertijos que a los doctores de la U.S. Robots se les planteaban.

En “Razón”, se nos presenta a Cutie, un tipo de robot preparado para vivir aislado de humanos y poder realizar sus tareas sin necesidad de supervisión constante. La independencia le lleva, en cierto modo, a despegarse de la primera ley. La obedece pero, sin humanos alrededor, la ley más importante parece tener menos peso. Cutie y el resto de robots, con su capacidad de inteligencia artificial, acaban por crear una religión. Cutie se convierte en profeta y vemos, desde fuera, una crítica a aquello intangible en lo que a veces creemos y cómo nace el principio del mito.
Crítica que, desde otro ángulo, hacen el Dr. Hubert Farnsworth y el Dr. Banjo, el uno apoyando el evolucionismo y el otro el creacionismo, para después acabar dándose cuenta de que ambos tienen razón... excepto si se trata de robots (ver “A clockwork origin”, de Futurama).

En “Pequeño Robot Perdido”, se plantea una vez más la problemática de las tres leyes de la robótica.  Dentro de la hornada de robots NS-2, algunos de ellos han sido programados con una pequeña modificación de la primera ley (“Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño”) para que puedan realizar determinadas misiones. Así, se omite la parte de la inacción, de modo que los NS-2 modificados no dañarán deliberadamente a un ser humano pero podrán permanecer inactivos si es otro el que los daña. El verdadero problema llega cuando uno de los NS-2 modificados se esconde obedeciendo la segunda ley, ya que un humano, enfadado, le ha ordenado “que se pierda”. Y literalmente se pierde, mezclándose con un grupo de más de sesenta NS-2 idénticos en su forma exterior.

En el relato “Evidencia”, el lector se encuentra con nuevos ejercicios de lógica. Se acusa al candidato a un puesto político, Stephen Byerley, de ser un robot humanoide, no un ser humano, de modo que, según la ley imperante, no podría presentarse a dicho puesto. Es la Doctora Susan Calvin quien tiene que probar si se trata o no de un robot, pero sabe que los robots humanoides han sido diseñados con todo detalle para parecer humanos aunque se les hagan determinadas pruebas que cualquier otro robot no pasaría. Y ahí llega el planteamiento lógico de Calvin: si Byerley es un robot, debe obedecer las tres leyes de la robótica; si las violase sería claramente humano, pero si no lo hiciese, tampoco quedaría probado que no fuera “más que” una buena persona. Y, por último, la triste conclusión de que las leyes morales que se aplicaron a los robots para que no hiciesen daño a sus creadores son las que precisamente no siguen los humanos, que les hace capaces de acceder a cargos políticos y comportarse de forma cruel e injusta con sus congéneres.

El resto de cuentos que conforman “Yo, robot”, son “Atrapa esa liebre”, “¡Embustero!”, “Fuga” y “El conflicto evitable”.


En resumen, las historias de “Yo, robot” me parecieron relatos interesantes, cortos, ideales para leer en el tren y desengrasar un poco los engranajes de mi materia gris. Estoy segura de que disfrutaré con otras obras suyas, como “La fundación”, que ya me han recomendado. Y, con esta agradable introducción que es este libro, estaré seguramente preparada para enfrentarme a textos más complejos.
No obstante, lo que quizá también hace a Asimov asequible es la simplicidad de sus escritos. Si bien sólo he leído este libro, sí he visto otras opiniones sobre su literatura y su estilo, en las que se asegura que se trata de un “estilo conciso y limitado”. Conciso, por un lado porque su profesión (profesor) y “este tipo de actividades obligan a sacrificar la forma de decir algo, por el hecho de que se entienda la materia de la que se trata”. Limitado, porque el tipo de literatura del que bebió y para el que escribió era también bastante limitado. Puede parecer una crítica, pero lo comparto totalmente, igual que la conclusión de que es este tipo de estilo el que precisamente nos hace a muchos entender planteamientos que en boca de otros parecen grandilocuentes y tremendamente complejos, cuando lo que varía es la presentación y no el contenido.

Para terminar, de vuelta a la película, no, no la vería.