Recién llegados de nuestras vacaciones en Mallorca (por fortuna, tuvimos la lucidez de volver un sábado por la mañana), tenemos tiempo para descansar y también para asimilar todo lo que hemos visitado, comido y disfrutado.
Ha sido un viaje, sobre todo, completo. Hemos visitado infinidad de lugares (en el mapa): playas y calas (Es Trenc, Cala Sa Nau, la calita de Portocolom, Cala Romántica, Cala Ratjada, Playa de Formentor, Cala Figuera, Sa Calobra), pueblos y ciudades (Ses Salines, Portocolom, Portocristo, Felanitx, Manacor, Petra, Artá, Capdepera, S’Illot, Alcudia, Pollença, Port de Pollença, Moscari).
Nos hemos dejado también mucho por ver, especialmente en la costa oeste (qué americano suena…), en los pueblos de la Sierra Tramuntana y la capital, Palma de Mallorca. Aunque también es verdad que algunas cosas ya las conocíamos aunque no lo recordábamos; así nos sucedió al llegar a las Cuevas del Drach, que reconocimos el parking que, por algún motivo, se había grabado en nuestras memorias infantiles.
Tengo la impresión de habernos perdido algunos lugares fascinantes como Valldemossa, presente en todas las postales y aconsejada por todos aquellos que habían visitado la isla antes que nosotros. Sin embargo, también tengo la impresión de que en Mallorca todos los pueblos siguen una estructura bastante similar: un mismo color, una alineación de casas sobre una colina parecida (excepto en el caso de los pueblos costeros, mucho más cerca de lo que he visto en Alicante) y una iglesia monumental, amarilla y maciza, que he ido retratando pueblo tras pueblo (Petra, Manacor, Pollença…). Así que, en general, estoy muy orgullosa de lo que hemos podido ver durante una semana con sus siete días y sus siete noches, sin dejar de lado los baños en la playita, la buena comida, las compras (unos más que otras, eso sí) y un día completo de relax piscinero.

Y, para comer, aunque me dejé el arroz brut (como dice mi niño “no se van a llevar Mallorca”, así que ya podré probarlo en el futuro…), me enamoré literalmente del queso mahonés (aunque no sea mallorquín, qué le vamos a hacer) que servían en todos los desayunos de nuestros hoteles y de la sobrasada. Bueno, que soy fan de la sobrasada lo sabe cualquiera que me conozca un poquito…
Pero las comidas y cenas que se llevaron la palma (y lo recomiendo con nombre y apellidos) son:
* La comida en Ca Na Rafela, un restaurante de pescado, platos combinados, raciones, etc., en una pequeña galería comercial en Portocristo. La clientela mayoritaria era mallorquina, por lo que nos dio buena espina (efectivamente, la isla pudiera parecer un cantón alemán a veces). Dentro un ambiente de restaurante de puerto, con remos en el techo, muebles de taberna y unas medusas muy peculiares colgando del techo, totalmente ecológicas. ¿Por qué? Estaban hechas de ¡botellas de plástico de diversos colores! Allí comimos sepia y sardinas, verduritas cocidas, patatas fritas y ali oli casero. Todo terriblemente bueno.
* La comida en el Café l’Orient, en Capdepera. Corte de digestión mediante, disfrutamos de una comida maravillosa a base de ensalada y tostas. Tostas sobre pan mallorquín, negro, con poca sal (me encantó, fue un gran descubrimiento igual que el queso mahonés); la mía de queso cheddar, nueces y champiñones, la de mi niño de jamón, rúcula y huevo frito. Y, bueno, el corte de digestión se debe a que decidimos comer en la terraza porque en el interior del local no había aire acondicionado (como en casi ningún sitio en Capdepera, Manacor y Artá…) y disfrutamos de unos cuarentaypico graditos a la sombra. Así que no pude tomarme el brownie que pedí, probablemente el mejor que he probado en la historia.
Pero además de los lugares visitados, de la gastronomía que disfrutamos… ¿qué decir de los hoteles? De ahí partió realmente la idea de este viaje.
Sin ninguna gana de vernos de nuevo en un macro-hotel, hasta arriba de familias con karaoke por la noche, abuelos que acaparan las sombras de la piscina al alba y piscinas conquistadas por los niños a todas horas, me negué en redondo a alojarnos en un resort. Hay muchos hoteles muy buenos en Mallorca, sin esos buffets desayuno-comida-cena de aceite y fritanga, pero es peligroso decidirse por uno al azar y acertar. La única forma de encontrar cierta seguridad en la elección era optar por hoteles de una determinada categoría o dirigidos a determinados públicos… entre los que, económicamente, no nos encontramos.
En algún momento, el buscador de internet me sugirió el Petit Hotel Hostatgeria de La Victoria. Y ahí fue nada más empezar y no parar… ¡de sorprenderme y de decidirme cada vez más y más! Sé que no viajo sola y que a mi acompañante le habría gustado dormir más cerquita de la playa, aunque sé que quedó encantado con los hoteles elegidos. Además, después de ver las playas y los hoteles “playeros”, constatamos lo que ya sabíamos: que la mayoría son hoteles muy antiguos (por no decir viejos), con mucho cloro en la piscina y muchos gritos y colchonetas.
Así que nos alojamos tres noches en el Petit Hotel Hostalgeria de Sant Salvador, entre Felanitx y Portocolom (la playa está muy cerca, aunque sólo la subida y bajada del monte nos llevaba siempre unos diez minutos). Este hotel se sitúa en un antiguo monasterio. Aún conserva la iglesia (donde se sigue celebrando misa los domingos) y tiene un restaurante y una cafetería. Ambos muy modestos, pero después de descubrir lo que era subir el monte por una carretera estrechísima de doble sentido con niebla y un coche alquilado, nos apañaron muy bien para cenar la segunda y tercera noche. Además de la amplitud de la habitación, que nos tocó con terraza (podíamos tender los bañadores cada noche), de la iglesia que me pareció de las más bonitas que he visto en nuestros viajes, de las cabritas que subían al monte, de la bruma que tapaba todos los pueblecitos circundantes al atardecer… Lo que más nos gustó fue el personal, amabilísimo. Especialmente la señora que nos atendía por la mañana durante el desayuno, que era muy simpática y siempre tenía unas palabras para nosotros. Además, nos arregló la habitación aprisa y corriendo el día que llegamos aunque estábamos haciendo check in antes de la hora. Y también otra de las chicas, que nos explicó sobre el mapa las calas más bonitas que teníamos alrededor (nos encantó Cala Sa Nou).
Después nos alojamos dos noches en La Victoria. La habitación era muy muy pequeña, pero muy bien aprovechada y con una cama igual de grande (lo que aquí el amigo de 1.90 agradeció enormemente). Fue un poco complicado hacer el check in, porque ya no había nadie en el hotel cuando llegamos. Una de nuestras charletas en alto al menos dio para que una señora alemana de la terraza acertase a entender mi apellido y nos diese la llave, que estaba dentro de una maceta. Lo que más me gustó de este alojamiento fue, además de la decoración y del suelo de cerámica de las zonas comunes, el hecho de ser consciente de que a veces podemos ser mucho más cuidadosos y generosos de lo que cabe recordar al homo urbanita. La cocina del hotel la puede utilizar cualquiera siempre que se frieguen después los cacharros. La nevera se comparte. La puerta nunca está cerrada. Y no hay personal para vigilar, porque se nos supone un cierto civismo que allí todos los huéspedes demostraron.
Por último, tras un fallido recorrido por la Sierra de Tramuntana (demasiado recorrido después de haber estado en Lluc y en Sa Calobra), llegamos al Hotel Ca’n Calcó, en Moscari. Moscari es un pueblecito como esos de los que ya van quedando pocos en Madrid. Tractores, animales, campos… Y un silencio sólo roto por balidos y maullidos. No es un pueblo en el que se pueda hacer turismo, pero sí es un pueblo donde se puede descansar y muy bien. Hicieron lo posible por alojarnos donde yo prefería, es decir, en Ca’n Calcó (no en Can Riera), y nos encantó nuestra habitación. Más grande que el salón de nuestra casa, amueblada y decorada moderna y tradicional, vigas en el techo, paredes interiores con efecto encalado… Y, directamente desde nuestra puerta, el jardín, con la piscinita, la zona de sofás, las vistas al campo… Sé que ya no lo apreciábamos porque llevábamos seis días fuera de Madrid, pero allí se respiraba el mismo aire que arriba de San Salvador, donde nos dedicamos a abrir a más no poder nuestros pulmones.